Joyita (trad. Maria Teresa Gallego Urrutia) by Patrick Modiano

Joyita (trad. Maria Teresa Gallego Urrutia) by Patrick Modiano

autor:Patrick Modiano [Modiano, Patrick]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 2017-05-05T00:00:00+00:00


Se fue por la mañana, muy temprano. Y yo aquel día tenía que ir a Neuilly a cuidar a la niña. Llamé a eso de las tres a la puerta de la casa de los Valadier. Fue Véra Valadier quien salió a abrirme. Parecía extrañada de verme. Hubiérase dicho que la había despertado y se había vestido deprisa y corriendo.

—No sabía que venía también los jueves.

Y cuando le pregunté si estaba la niña, me dijo que no. Todavía no había vuelto del colegio. Sin embargo, era jueves y no había colegio. Pero me explicó que los jueves las internas se pasaban toda la tarde jugando en el patio y que la niña estaba con ellas. Me había llamado la atención que Véra Valadier no se refiriera nunca a ella por el nombre, ni su marido tampoco. Los dos decían «ella». Y cuando llamaban a su hija, le decían sencillamente: ¿Dónde estás? ¿Qué haces? Nunca les venía su nombre a los labios. Después de todos los años que han pasado, yo tampoco podría decir cuál era ese nombre. Se me ha olvidado y acabo por preguntarme si la conocí alguna vez.

Me hizo pasar a la habitación de la planta baja donde el señor Valadier solía telefonear, sentado en una esquina del escritorio. ¿Por qué había dejado a su hija en el colegio con las internas en un día sin clase? No pude por menos de hacerle la pregunta.

—Pero si se lo pasa muy bien allí los jueves por la tarde…

Tiempo atrás mi madre decía una frase del mismo tipo y siempre en circunstancias en que yo estaba tan desesperada que me entraban ganas de oler el frasco de éter.

—Puede ir a buscarla dentro de un rato… Si no, no le importará nada volver sola… ¿Me disculpa un momento?

La voz y los rasgos de la cara mostraban cierto desasosiego. Salió muy deprisa y me dejó en aquella habitación donde no había ni rastro de un asiento. Me entró la tentación de sentarme, como el señor Valadier, en la esquina del escritorio. Un escritorio de madera clara maciza con dos cajones de cada lado y la tabla de arriba forrada de cuero. Ni una hoja de papel, ni un lápiz encima del escritorio. Sólo un teléfono. Tal vez el señor Valadier guardaba las carpetas en los cajones. No pude vencer la curiosidad y abrí y volví a cerrar los cajones uno detrás de otro. Estaban vacíos, salvo uno al fondo del cual estaban tiradas unas cuantas tarjetas con el nombre de «Michel Valadier», pero la dirección que ponía no era la de Neuilly.

Las voces de una discusión llegaban desde las escaleras. Reconocí la voz de la señora Valadier y me sorprendía oírle decir palabras groseras, pero la voz era a veces quejumbrosa. Una voz de hombre le contestaba. Pasaron por delante del hueco de la puerta. La voz de la señora Valadier se amansó. Ahora estaban hablando muy bajo en el vestíbulo. Luego la puerta de la calle se cerró de golpe, y,



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